IDENTIDADES FINGIDAS VERSUS ERECCIONES ARQUITECTÓNICAS.
Javier Domínguez Rodrigo.
Arquitecto.
El cisma entre la utopía de la modernidad y sus contradictorios lenguajes formales lleva al crítico Colin Rowe –Collage City– (1978) a proponer la reconciliación de la estética con la metrópoli, de la tradición con la innovación.
Frente a la carismática figura del arquitecto mesías y hechicero de la moda el profesor Rowe contrapone la necesidad de una gobernanza basada en la participación activa de los habitantes y la recualificación de la res pública mediante respuestas colectivas.
Sin embargo, durante las últimas décadas la mayoría de las capitales españolas vive frenéticamente la búsqueda de iconos arquitectónicos con el afán de reubicarse en el mapa de la globalización, renovar su morfología e infraestructuras, atraer turistas y dotarse de capacidad para asociar la ciudad a una imagen, exportable comercialmente.
Valencia no podía quedarse rezagada en la carrera hacia la notoriedad. Celosa del efecto Bilbao, la Barcelona olímpica de la torre Agbar y la Sevilla con un color especial –Expo 92-, se lanza a la aventura mediática de la ostentación con el megaproyecto cultural y de ocio de la Ciudad de las Artes y las Ciencias.
Treinta años después el narcisista diseño de Santiago Calatrava define, con su desmesura volumétrica, gran escala y arrogante sensacionalismo visual, el sky line de la que fuera privilegiada sede de la Copa América.
Mucho se censura el tipo y la fórmula del equipamiento -CAC- elegido por el Partido Popular: abundantes sobrecostes, errática planificación, interés especulativo -PAIs de avenida de Francia, Moreras,…-.
Como contrapunto el museo Guggenheim del canadiense Frank O. Gehry constituye una referencia imprescindible por la brillante gestión de la operación, la calidad del proyecto, la racionalidad de la intervención urbanística, la rápida reversión económica del dinero público asignado y el éxito turístico obtenido.
Lamentablemente la monumental obra de Calatrava, impulsada desde el gobierno de la Generalitat, aparece inequívocamente asociada al despilfarro, el descontrol, las malas prácticas, las irregularidades administrativas y la corrupción política, dañando la marca Valencia.
Lo sucedido merece una reflexión serena, ajena tanto a las estériles disputas partidistas como a las interminables cuestiones judiciales pendientes -Noos,…-. Porque el fracaso de aquella estrategia de faraónicos contenedores y eventos siderales tiene su raíz en la ausencia flagrante de estudios de viabilidad que avalaran las sinergias y el retorno de la inversión.
Todas las culturas a lo largo de la historia plasman sus sueños y valores en edificios emblemáticos, que vertebran la rica memoria antropológica de la vieja Europa: la torre Eiffel, la Postdamer Platz, el Atomium,…
¡Claro que las poblaciones requieren imágenes! pero ¿precisan transformarse en parques temáticos, asumir la fálica vulgaridad de las metrópolis asiáticas -Shanghai, Singapur,…- para llegar a ser oscuros objetos de deseo de las grandes corporaciones inmobiliarias?
¿Necesitan los valencianos construir, con iconos emblemáticos, una identidad artificial? No es casual la coincidencia en el tiempo de megalómanas arquitecturas con la irrupción narrativa de una historia oficial sesgada (lengua, cultura,…) que armando un tergiversado relato mítico en favor de una ideología separatista trata de articular una nueva visión nacional.
Sin embargo el auténtico icono de capital del Turia, a pesar de la obstinada incapacidad colectiva para poner en perspectiva su excepcional pasado, es su vitalidad, cosmopolitismo, mestizaje y pluralidad.
¿Serán los políticos capaces de darse cuenta de que el alma de los valencianos, donde de verdad late es en las playas del Saler, la Malvarrosa, el mercado Central, la Lonja, la Basílica, el Almudín, la Finca Roja, Mestalla,…?
Porque el problema no está en la efectista iconografía publicitaria de un territorio, ni en que los edificios institucionales sean más o menos grandiosos. Lo relevante es que en la ciudad sus habitantes encuentren oportunidades, puedan vivir saludablemente y sean felices.
Sin duda, es un disparate que el cap i casal destinara cincuenta veces más presupuesto que la villa vizcaína -Guggenheim-, a la que dobla en población, para construir el complejo de la Ciudad de las Artes. Y en 2015 las urnas dictaron un cambio de dirección y de rumbo.
Pero el tripartito, incapaz de concretar soluciones de futuro que reduzcan el déficit, pongan en valor lo realizado y rentabilicen las desorbitantes inversiones en la Fórmula I, la Marina Real y la CAC, comete errores de gran calado.
El primero generar un clima de inseguridad jurídica con permanentes vaivenes legislativos. El segundo, también de manual, despreciar la contribución empresarial para inyectar recursos y dinamizar la actividad económica. Y el tercero torpedear el modelo turístico, con restricciones a la construcción hotelera y a la hostelería pese a que el sector es uno de los principales motores de empleo.
No alcanzar un mínimo consenso sobre las señas de identidad y un modelo territorial equilibrado, lastran cualquier propuesta para erradicar la desigualdad y desarticulación urbana impidiendo mejorar la calidad de vida de los ciudadanos.
¿Comprenderán algún día los gobernantes que resulta estéril la imposición artificiosa tanto de objetos (Ágora,…) como de proyectos (carril bici,…), ajenos a los auténticos intereses (viviendas dignas, educación,…) de las personas reales que habitan los numerosos barrios de la ciudad?